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Pasos que inspiran, ritmos que resisten. El arte vive en cada esquina de nuestro barrio.

En distintos rincones de nuestro barrio, los artistas callejeros llenan de brillo y alegría el paisaje urbano. En el parque El Ejido, David Portilla transforma cada movimiento en una expresión de lucha, pasión y esperanza, recordándonos que el arte también vive y resiste en las calles de Quito.

Eran casi las 11 de la mañana. El tráfico en la avenida 6 de Diciembre avanzaba con lentitud y el aire fresco de Quito se colaba por las ventanas del Ecovía. Desde mi asiento, a través del vidrio, vi a un joven que bailaba en una esquina del parque El Ejido. Vestía una camiseta roja y un pantalón ancho que se movía al compás de cada paso. Llevaba una gorra oscura que apenas dejaba ver su rostro concentrado. A un lado, su parlante descansaba sobre el suelo, lanzando una mezcla de soul y funk que rompía la rutina de la ciudad.

Cada movimiento que el chico hacía estaba en perfecta sincronía con el ritmo. Algo en su forma de moverse me obligó a mirar dos veces y, por pura curiosidad o tal vez por admiración, me bajé en la estación y caminé hacia él.

Mientras se tomaba un respiro entre canción y canción, me acerqué a conversar. Me recibió con una sonrisa cansada, pero amable. Se presentó con seguridad, como quien ya ha contado su historia muchas veces sin perder la esperanza de ser escuchado.
“Mi nombre es David Raúl Portilla Díaz, soy de Santa Elena y llevo trece años bailando.”

El parque estaba lleno de vida. Algunos se detenían unos segundos a verlo, otros pasaban de largo sin prestar atención, pero él parecía no necesitarla. “El popping nació en los años 70, a partir del soul y el new soul. Consiste en contraer el músculo al ritmo de la música. Es algo muy bonito, porque el cuerpo se vuelve un instrumento.”

Sus palabras suenan simples, pero su baile cuenta una historia de constancia y lucha. “Lo hago por pasión, pero también de aquí saco para mis pasajes, para poder viajar a competir.”

David no solo baila en Quito. Ha representado al país en competencias en Perú, Brasil y Colombia, y fue jurado y competidor en el Kura Fest, un evento internacional realizado en la capital. “Llegué a semifinales y fue increíble enfrentarme con gente de otros países. Ahora estoy ahorrando para viajar a Chiclayo, en Perú, el próximo mes.”

Hablar con David es escuchar una mezcla de orgullo y cansancio, ya que no es fácil sostener un sueño cuando el entorno no siempre lo valora. “Algunas personas piensan que porque te ven bailando en la calle eres drogadicto o vago. Pero el arte limpia la conciencia del ser humano. Uno es artista donde sea: en la casa, en el parque o en la calle. No necesitas un escenario para demostrarlo.”

Sus palabras tienen peso, se nota que cada una de ellas ha nacido del cansancio, pero también de la fe. Sabe que los artistas callejeros son la cara invisible de una ciudad viva, esa que respira creatividad mientras el resto mira hacia otro lado. “Sería lindo que haya más lugares donde ensayar, no solo la Casa de la Cultura. Nosotros hacemos colaboraciones gratuitas, pero también vivimos de esto. Debería haber un apoyo económico para los artistas, incluso para los que no están inscritos en páginas oficiales. El gobierno podría promover más estos espacios y ayudarnos a subsistir de manera justa.”

David me cuenta que al principio su familia no aceptaba su decisión de vivir del arte. “Pensaban que el baile no me iba a dar para vivir. Pero con el tiempo vieron que pude progresar, viajar para representar a mi país y entendieron que esto también puede ser un oficio. Ahora están contentos con lo que hago.”

Su voz suena tranquila, pero hay una determinación que no pasa desapercibida. David es la prueba de que cada día en la calle es una nueva oportunidad para demostrar que el arte también es trabajo, que detrás de cada movimiento hay disciplina, esfuerzo y fe. “Un artista no puede quedarse estancado. Debe seguir preparándose, entrenando, creando, mostrando su contenido. Porque el arte es eso: moverse, inspirar y compartir.”

La conversación termina, pero la música vuelve a sonar. Él se coloca su gorra, sube el volumen de su bocina y comienza otra vez. El ritmo llena el parque, y algunos curiosos se agrupan en silencio, cautivados por su talento. En medio del ruido de la ciudad, David baila para todos, aunque pocos comprendan que ese instante es también una forma de resistencia.

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